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M4/04
IN UTERO
Por Melissa Cammilleri
wombs are like tombs
Todas las noches quiere volver. Yo le digo que pare, que se quede quieta, que deje de tantearme, tocarme, que papá la va a ver. A veces entra con el dedo y se fija, trata de sentir si está húmedo como cuando salió, si la temperatura es la misma, si hace calor. Quiere que volvamos a ser la misma persona. Carne de mi carne y yo, su refugio. Hace tiempo que fuimos separadas, que nos cortaron el cordón, le digo. Una vez que las cortemos, ya no podrán volver a unirse, y una y otra quedarán a la deriva, nos había advertido el médico. Y yo acepté. Era eso o morir, y que te pudrieras adentro, agregué. Quién te dijo que yo quería nacer, me grita. Tener un hijo es cruel. Saber que nunca vas a poder saciarlo, ni hacerlo feliz del todo. Ella soloes feliz adentro mío y se niega a aceptarlo, es testaruda, no entiende que ya no podemos ser una sola, que ahora somos y seremos siempre dos. Me recuerda a mí y a mi madre. Pero mi hija insiste tanto que por las
noches la dejo dormir sobre mi regazo, como si acaso eso pudiera
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calmarla. No soluciona nada, en realidad. El vacío quizás es lo peor. Llevarla muy adentro mío y después, como si nada, no tener nada más en el cuerpo que solo un agujero hondo y una cicatriz, una marca donde antes estuvo ella. La veo ahí afuera mío, desprotegida. Me hace sentir culpable, una mujer se hace madre porque desea poseer algo hasta que se da cuenta de su error cuando ese algo la odia. A veces quisiera que pudiéramos reunirnos otra vez, mi hija y yo, que deje de llorar y yo también, ahogarla
adentro, y apagarnos Juntas.
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SEGUNDO MOVIMIENTO DEL SUEÑO
Por Gabriel Juárez
Junto a nombres innombrados, insensibles por el frío
olvidar a esos los mutilados cadáveres junto al río.
Vivir en el azul, de arco iris derretido
palpar al silencio cuando te grita al oído.
La parca se acerca, moja la llama.
Duendes bailan sobre almohadas.
Renacer en el vientre de mujeres futuras. Sombras desnudas beben mi alma.
Pájaros verdes miran nuestras fotos.
¿Dónde, dónde está hable? ¿Dónde, dónde va hable? ¿Para qué está llorando?
Nadie escucha, apenas llanto de niño.
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CURIOSO DESTINO DE UN OBJETO Por Pablo Katzin (Fritz Sol)
La anciana estaba sentada en su mecedora pensando en lo único que la hacía aferrar a las pesadas cadenas de la vida: su nieto.
Sus ojos no miraban la gente al pasar, sino la película de su vida, a veces interrumpida y tergiversada por escenas más propias de ilusiones y utopías, que de verdaderos recuerdos.
Se mecía al compás de sí misma, lejos de los ritmos del tiempo, como queriendo vencer lo inexorable de su inminente finiquitud.
Su único horizonte era el pulovercito que, poco a poco, tejía lentamente, como si la sola idea de terminarlo significara al mismo tiempo el final de sus días.
Y ella no temía por su vida, ni siquiera le importaba el bendito suéter, solo quería disfrutar de las tardes en que su único nieto era depositado en sus brazos.
Tenía miedo del momento en que dejaría de verlo y por eso alargaba y espaciaba infinitamente los momentos dedicados a la confección del pequeño abrigo de lana.
Con parsimonia se levantó de su asiento y se dirigió a la cocina a buscar las agujas de tejer que había olvidado en la mesada, al
preparase un té con limón.
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II
Enjuto, aflautado y con anteojos "culo de botella", tímidamente el cuarentón se presentó en la casa de la lujuria.
Una señorita entrada en carnes, pero no en vergienza, lo depositó en la cocina a la espera de su turno.
La cocina se asemejaba en algunos aspectos a la sala de espera de un hospital: azulejos blancos gastados e invadidos por hordas de moho, desvencijadas sillas de metal con sus extremos oxidados por la humedad del paso del tiempo, olor a desinfectante. Colgando de una puerta, y con ganas de volver a correr su alocada carrera junto al tiempo pero ya sin fuerzas para retomar su antigua misión, había un almanaque que detuvo su andar en 1986. Ciertamente la cocina se asemejaba a un hospital público. Púbico.
El cliente se sentó en una silla ubicada a espaldas de una puerta que comunicaba seguramente a las entrañas del departamento.
Solo escuchaba voces y repiqueteos de tacón que hacían que su sexo se elevara más y más; murmullos, susurros y a lo lejos un suspiro. Un alarido.
Fiona entró a la cocina del hospital púbico (era tal como se describía por teléfono) pero su Voz, más cercana a una quinceañera,
contrastaba notablemente con sus dimensiones físicas dignas de la
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más pérfida y adulta amazona, y con la profunda (de locutora) voz con que se presentó cuando estaba al teléfono. El sonido de la voz que repiqueteaba en su mente era la perfecta combinación con el cuerpo que se estaba exhibiendo frente a sus atrofiados ojos, que ayudados por sus "culo de botella", impedían que la vida sea vista como si fuera un cuadro impresionista.
Pero esa contradicción lo ponía aun más caliente.
"50 minutos tenés que esperar, tengo un cliente (muy caliente) todavía", le escupió mientras mascaba un chicle, la futura dueña de su miembro.
Maldiciendo para adentro y consciente que su presupuesto no daba para más de 30 minutos, y visto y considerando las virtudes de la carne con la que estaba intercambiando diálogo, decidió aceptar la
espera.
111
El constante crujir de una cama invencible pero ya cercana a su jubilación lo desviaba del cuchicheo que había, a escasos metros, en la recepción.
"¡Cómo cruje esta cama!", pensó que serían las primeras palabras que
debería escribir una prostituta al redactar sus memorias cuando,
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acostada en su lecho de lujuria antes de dormir, decidiera emprender la ardua tarea de recapitular sus experiencias para beneficio de futuras visitadoras sanitarias, psicólogas de la cama o por qué no, pajeros incurables.
"Fiona debe estar hamacándose de lo lindo", también pensó.
Una mano, la de la señorita entrada en carnes que lo recibió hacía ya casi media hora, le pidió un favor: trasladarse a la recepción, pues alguien necesitaba preparar unas cosas en la cocina.
Previamente lo retuvo en un pasillo oscuro, pues un cliente salía de alguna habitación, y si lo primero era la salud, allí lo segundo era la privacidad.
Fueron dos minutos en la negritud sumido en una especie de limbo mientras el velo, símil terciopelo color azul que demarcaba los límites con la recepción, flameaba como si hubiese sido sacudido por la más estruendosa de las tempestades. Tal era el efecto causado por el impacto de las nalgas de la recepcionista con el dichoso cortinado.
A continuación lo trasladaron a la recepción.
Lo hicieran sentar en un desvencijado sofá.
La recepción: un teléfono tras un biombo con una lámpara que desdibujaba los contornos de la telefonista (la de la seductora voz
de locutora), una mecedora vacía, olor a sahumerio barato, un cuadro
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de una playa al atardecer con una palmera erguida como una verga aunque algo encorvada, y las olas mas atrás. La música era barata y de tres notas, de palabras fácilmente digeribles para las ovejas que obedientemente realizaban la ardua tarea de vivir. "Música" y "palabras" habitaban la gastada morada de un ochentoso radiograbador barato.
Un CD trucho comprado en un tren o un cassette de la madama del lugar, dado la anacrónica constitución del lugar.
"¡Todo menos las tarifas son baratas en este antro!", pensó.
Pero Fiona era Fiona.
Volviendo de la cocina, una anciana arrastraba su existencia hacia su mecedora. Casi como una gladiadora ya desgastada, empuñaba unas agujas de tejer, tales las armas de la vida con la que intentara defenderse de la guadaña de la muerte.
"Culo de botella" fijó la vista en el humo del sahumerio que envolvía a la telefonista tras la sutileza del biombo.
Se imaginaba a Fiona y recordaba la paja que se hizo el día anterior mientras hablaba con "Fiona" y ella describía sus medidas y las bondades de su servicio.
Error de cálculo, un histriónico movimiento derrumbó el biombo emitiendo un sonoro quejido similar al estornudo de un viejo y dejó
ver a la telefonista y una mueca de asco dibujó el rostro del futuro
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cliente de Fiona, la verdadera Fiona.
Era difícil imaginar el esfuerzo de la banqueta y de la porción de piso destinada a su sostén para con semejante conglomeración de piel, grasa y huesos que era la telefonista.
¿Para que ese tutú azul brilloso?, ¿por qué esos Zuecos de corcho gastado?, ¿que función cumplía esa peluca negra de afro?, ¿había necesidad de llevar esos aros que parecían un racimo de uvas?
¿Qué necesidad tenía de colgarse tanta parafernalia de collares y hacer ruido con sus pulseras, como si todo eso no colaborase a aumentar más su exhuberancia?
¡Su gordura!
Julio Iglesias "susurraba" para todos los personajes de este Lynchesco cuadro una de sus odas al lugar común, y ya la situación era onírica.
Pero daban ganas de llorar.
La anciana guardó en su bolso su proyecto de suéter, volvió a la cocina y dejó sus utensilios y se marchó del lugar para poder ver a su nieto.
Los 30 minutos con Fiona fueron gloriosos. En realidad fueron 20 por esas cosas raras de los relojes y de la precoz eyaculación del malmimado.
¡Qué no hizo en esos 20 minutos! Lucharon y perdió, hablaron y se
rieron (por no llorar), se mimaron y la penetró.
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El pelado y aflautado cliente, que también era un cornudo, solía visitar casas de citas al menos cada 15 días. "Reuniones con clientes", le decía a su mujer. En Fiona ya encontró no así a su mujer, pero sí a
la puta de su vida.
IV
Fiona estaba sentada al borde de su cama y lloraba en silencio. Estaba de 2 meses, y le dolía hacer lo que quería hacer.
La señorita entrada en carnes estaba cauterizando la aguja de tejer que alguien dejó sobre la mesa en la cocina, "¡¡Mi único instrumento, y fuera de su sitio!!", maldijo la madama.
Fiona y la señorita entrada en carnes, pero no en vergúenza, iban de la mano por la cocina y atravesaron una puerta de la que colgaba el almanaque olvidado por el tiempo. Ambas se dirigieron a las entrañas del departamento.
El cliente aflautado se tendrá que privar un buen tiempo de Fiona,
por lo menos hasta lo que dure la convalecencia.
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EL AGENTE K Y VAMPIRA (CUARTA PARTE)
Por Julieta Manterola
8. El viaje
Fui a Extremaunción, el pueblo en el que estuvo K, en el sudeste de Córdoba. Quería conocerlo. Verlo por mí misma. Saqué el pasaje sin dudarlo. No hay un micro directo. Tuve que ir hasta Villa María y ahí tomar otro micro hasta Extremaunción.
El lugar es una zona de desastre, como la que deja un terremoto. Todo está cubierto de ceniza: los árboles, las veredas, los escombros.
El pueblo se convirtió en un sitio de peregrinación. Los peregrinos llegan en micro o en auto desde otras localidades del sur de Córdoba. Algunos van a rendirle culto a un demonio al que llaman Chugalá, convencidos de que todo lo que pasó en Extremaunción fue una muestra de su poder. Otros van a agradecerle al dios cristiano, seguros de que fue su intervención lo que evitó que el mal se extendiera más allá de esas pocas cuadras. Los primeros tienen razón. Los segundos no.
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Me quedé en el único hotel que hay en el pueblo. Sobrevivió intacto al incendio. El dueño me confirmó que K se había hospedado ahí. Le pedí la misma habitación.
La mayor parte del día, el cielo estaba rojo. De noche, se apagaba por completo. No había estrellas ni se veía la luna. El cielo oscuro pero despejado daba una sensación extraña, como si no fuera un cielo terrestre.
Llegué un miércoles y me fui el sábado. No había mucho para hacer. Recorrí el pueblo en todas direcciones. Visité el cementerio y un teatro abandonado que también se salvó del fuego.
Tengo el sol del último atardecer grabado en mi memoria. Los rayos a ras del suelo. La sombra de los árboles sobre las pocas paredes que quedaron en pie. La soledad de la plaza central. El frío de la noche.
¿Por qué fui a Extremaunción? ¿Qué buscaba? ¿Y qué encontré?
9. Final
La noche en la que tenía que volver, decidí alimentarme. Después de las doce, salí del hotel para dar una vuelta y buscar alguna víctima. Cuando pasé por la iglesia, vi la puerta abierta y las luces encendidas. Entré. Había solamente una persona, un hombre, sentado en un banco. Trabé la puerta con el pasador. Avancé hasta donde
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estaba y lo vi de perfil. Tenía los ojos cerrados y movía los labios. Podía escucharlo susurrando. Detesto los sonidos bajos y constantes. Caminé entre las filas de bancos y me senté detrás de él. Creo que nunca supo qué fue lo que lo atacó por la espalda.
Regresé al hotel. Me duché y me cambié. A las cinco de la madrugada tenía que tomar el micro. En la terminal de ómnibus, me enteré de que ya habían encontrado el cadáver. Todos comentaban el hallazgo y elaboraban hipótesis. Una de ellas sostenía que el responsable de la muerte era el propio Chugalá, por las heridas tan extrañas que tenía el cuerpo.
No pude evitar acordarme de la pregunta que me había hecho K la primera vez que nos vimos: "¿Sos un monstruo?”.
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ANÁBASIS Por Matías Castro Sahilices
Mientras los dedos empujan unas pequeñas piezas, ve que los signos aparecen en negro y van formado las palabras. Cuando el rezo se extiende hasta llegar al extremo derecho, la mano busca una palanca del mismo lado. Al accionarla, una lámina blanca y lisa sube dejando más espacio al descubierto. El hombre hunde las piezas a gran velocidad. Vuelve a usar la palanca, el rodillo gira, la lámina asciende. El hombre se detiene para llevar un jarro caliente a su boca. Es una bebida oscura, áspera, amarga. La mano deja el recipiente y se acerca hacia una especie de pequeño rollo de papiro humeante. Lo toma entre los dedos índice y medio, y lleva un extremo a la boca. El otro extremo se enciende cuando el hombre aspira; el sabor es exquisito. El hombre arroja el humo y vuelve a beber el líquido amargo. Una luz amarilla cae sobre sus manos, sobre las piezas negras, sobre la lámina blanca; el resto es oscuridad. Los dedos se mueven Vvertiginosamente, las palabras aparecen, las plegarias toman forma. Vuelve a usar la palanca, la superficie blanca sube y el hombre lee lo último que la extraña máquina ha
escupido:
El Rey Darío II y su mujer tuvieron dos hijos: el mayor, Artajerjes; el menor, Ciro. Y como el rey estaba enfermo y sospechaba el fin de su
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vida, quiso que sus dos hijos estuvieran a su lado.
Los dedos sobre las piezas negras, la mano sobre la palanca, las letras sobre la lámina blanca. Otra vez el líquido amargo en la boca,
la picazón en la garganta. El hombre se detiene y vuelve a leer:
En ese momento, Ciro, que recorría a caballo personalmente las formaciones junto con el intérprete, gritaba al general griego que condujera su ejército de hoplitas contra el centro del enemigo, porque al11í se encontraba el Rey Artajerjes II, su hermano.
Los dedos se mueven cuando el hombre piensa las palabras y la
historia va oscureciendo la lámina.
Muerto Ciro, los jefes pidieron a Jenofonte de Atenas que tomara el mando del ejército de los diez mil.
La mano del hombre toma la lámina y tira de ella para quitarla de la oscura rueda; las palabras han cubierto la totalidad del espacio. Otra lámina en blanco aparece en la mano y viaja hasta la boca de la máquina. La rueda se acciona, el artefacto engulle la hoja, las manos
que se apoyan sobre las piezas construyen la siguiente línea:
Luego de semejante carnicería, los enemigos bárbaros se retiraron.
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Los griegos, en cambio, avanzaron con seguridad y llegaron hasta el río Tigris.
Poco queda de la sustancia amarga en el cuenco y el pequeño rollo humeante se ha acabado. Las láminas marcadas, ahora grises, se acumulan en un costado. La última lámina recibe las palabras antes de que la mano la arranque de la boca de la máquina. El hombre,
sabiendo que es el final de la historia, lee:
Después de atravesar el imperio persa para llegar a las costas griegas del Mar Negro, los diez mil mercenarios regresan a sus hogares. Ha pasado un año y tres meses desde que partieran de Grecia con Ciro.
Aunque la noche todavía reina en la ciudad estado y el resto de los mortales duermen, el anciano despierta. Siente que, como un último regalo, le han enseñado el devenir de su obra, quizá la inquietante ingeniería de las palabras que le permitirá trascender en el tiempo. Entonces, con la calma del hombre completo, Jenofonte exhala por
última vez.
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LOS CULOS HABLAN
Por Juan Sirro
no, no, olvidate jamás le voy a tocar un pelo es una mina tremenda
la última vez que le hablé ME SACÓ EL CULO Y LO HIZO HABLAR EN LATÍN
latín lengua muerta lengua para muertos
fui un mes a la universidad y me pudrí
se me cayeron los huevos
y la heladera de mi mamá explotó, se llenó de humo en forma de pan qué rica la
mierda que caga
mi pájaro
no tengo aves, tengo pájaros, que no vuelan, yo vuelo, yo tengo mi
culo robado, esa chica me lo hurtó y ahora no tengo culo y no puedo ir de cuerpo, el doctor me recomendó hundirme en el mar negro, pero los
negros no me pueden, no sé, perdón seré mar-acista, la raza del mar, el pez rey, yo qué sé, ya no tiene sentido mi cabeza, ¿y mi culo?
calderón sin barca se tira un pedo "es0... la vida”, gime el tipo
lo miro mientras me como un sánguche de estiércol
cacofonía caco sin caca
"la pistola va acá", me dice el oficial y me la mete en el culo
¿volvió el culo?
PARECE QUE SÍ
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UN SUEÑO DE LA CARNE DE MI SUEÑO Texto: Diego Arandojo Ilustración: Andres Casciani
Estaba en la escuela primaria. El aula era pequeña. Sólo contábam ventanal, insuficiente para iluminar todo el lugar. Había muchos con sentados de manera irregular. Y cuando digo esto hablo de más de sesenta chicos. Todos extremadamente obesos. Yo era la única niña.
La maestra nos entregó la hoja con el examen que debíamos realizar. Ha nueve preguntas. Yo no sabía ni siquiera cómo responder la primera. Luego levanté la mano y pedí ir al baño. La mujer me miró largamente. Me pareció 3 uno de sus ojos, el izquierdo, se salía de su lugar. y
—Está bien —dijo—. Pero trae un poco de agua —exigió la docente. Js *
Salí del aula, recorrí el pasillo y entré en el cuarto de baño, pero no el de seño; tas, sino el de hombres. Había duchas abiertas. El agua caliente caía rabiosam sobre el piso. Me moví entre la bruma, que fue humedeciendo mis ropas.
De pronto aparecieron varios hombres. No pude verles la cara. Sólo sus pec trabajados en gimnasios, repletos de músculos asquerosos. Se colocaron bajo el agua, y me iban pidiendo que les alcance cosas.
Primero fueron jabones, o shampoo. Luego libros, números o fragmentos de papel en donde atisbé algún que otro poema de amor.
Sentí algo helado en mis manos y descubrí que estaba caminando por una ruta antigua, sin asfaltar. No tenía zapatos, y mis pies estaban lastimándose cada vez más. Me detuve ante una gran roca. La observé largamente, hasta que la empujé. Abajo encontré algunas hojas de marihuana.
Masqué las hojas, una por una, y el cielo fue tierra, y viceversa. Encontré estrel- las en los árboles y ramas en el cielo. También me hablaban doce perros, sentados en una suerte de Panteón de barro. No estaba mareada, pero el agua que salía de mi falda indicaba algo malo.
Antes de que comprendiera lo que pasaba, estaba entrando en el aula. La docente me ignoró por completo, mientras su visión de acero vigilaba a mis com- pañeros. Tomé asiento, y cuando recogí el bolígrafo descubrí que sólo había € co pletado la primera pregunta. Mi letra era ilegible.
Después unas manos gruesas, como de viejo marinero, me estaban medeadN en la piscina de la escuela, en donde hacíamos prácticas de natación. Bajé muchos metros en el agua, hasta comprender que estaba en el océano. .
Un tiburón sin dientes empezó a masticarme.
Yo te quiero y nunca me olvidaré de ti —repetía, con la voz de mi padre, que había fallecido un año atrás. O Terminó de comerme y desapareció entre el plancton, que se elevaba lentamente
hacia la superficie.
El color marrón, el verde y el negro se juntaron. Tres manchas en una. Después fue de noche en el universo.
Cuando sentí el naranja en mi garganta, supe que no estaba soñando, o quizás jamás había nacido. >
El amarillo me dijo la verdad. Lloré desesperadamente mientras me enterraban. PS A
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IN GoD we TRUST
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Emiliano Raspante
Por Dr. Clock
Un Susurro galáctico Busca aquella piel transportico Sobre
Los transporticos sangrientos
Si mueves una estrella
Te infectará el excremento mutagénico Cayendo
en sueños virtuales
donde los vampiros oxidados te perseguirán
hasta quemarte las entrañas del ayer y hoy
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UN LUGAR ABERRANTE EN EL CORAZÓN Por Mariano Buscaglia
Hora pico arriba del tranvía. Tenía, a la altura de su frente, el culo portentoso de una señora y la nuca comprimida contra el maletín de un otario que se había subido en Avenida Belgrano. La señora, con el bamboleo del vehículo, se movía como una marea empetrolada y no parecía molestarle que su trasero besuqueara la cabeza de Orlando. Hay que decirlo, el arriba citado era un enano. No alcanzaba el metro diez. Sus padres lo habían abandonado en una iglesia de Mercedes cuando Avellaneda había revolucionado Buenos Aires. Se rajó de un orfanato, para trabajar de artista en un circo itinerante, se dedicó al latrocinio y cayó en jaulas que no quedaban en Palermo. Ahora limpiaba lo que hubiese que limpiar en el Politeama de Frank Brown, que, por aquellos días, ya amenazaba la quiebra. Los cine bar y los café concert habían transformado la gran aldea en una ciudad de pervertidos. Y Orlando se contaba entre los más elevados, a pesar de
que así dicho, suene contradictorio. Una curva atrajo de nuevo hacia
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su cara ese ano apretado en un pollerón colorado. Pero el idilio no duró. La gente lo comprimió como la pasta de un pomo hacia el pasillo y se resignó a perder su posición ventajosa. Ahora veía a dos tortolos, sentados, uno al lado del otro, cuchicheando entre ellos, ajenos a la carnaza que se prensaba y multiplicaba dentro del tranvía, como si el vehículo fuera un antropófago gigantesco que no paraba de ingerir carne en cada parada que hacía. El ¡joven era un alfeñique con pajarita y sombrerito de mimbre, probable escribiente de Retiro o zonas aledañas, y la mujercita alguna costurerita de las inmediaciones de Plaza Miserere. Los dos eran feos y el amor que se expresaban no hacía más que deformarlos. Orlando que era consciente de su propia singularidad se sentía con derecho a despreciar a los no favorecidos. Consideraba que las muestras de amor solo podían ser manifestadas por personas bellas, no por adefesios. Miró alrededor de sí buscando miradas de desaprobación, pero el coche iba tan atestado que la gente guardaba su energía para no descomponerse y resistir hasta alcanzar sus paradas. Y los tortolitos seguían con sus piquitos, sus arrumacos, sus caricias y
palabras de amor susurrantes, odas en diminutivos, sonrisas
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sembradas de dientes amarillentos y halitosis. La costurerita, una bizca de piel oscura que enervaba el orgullo racial del enano que se sospechaba hijo de condes bretones, se sacó rápido un moco cuando el muchacho se tomó un momento para volver a atarse el nudo de su corbatín. Se lo dejó, de regalo, en el puño derecho de su prometido, como un gemelo confeccionado con esmeraldas y rubíes. Volvieron a los besos. El tranvía ya no paraba. La gente pedía que abrieran las ventanillas. "¡Abran las ventanillas!". La lengua de la bizca se trabó en el paladar del cagatintas de Retiro. Se manosearon sin cuidarse de que los miraran o no. Orlando entró en una especie de trance, como esos dos degenerados, que se habían olvidado del mundo que los rodeaba. Una de las tetas de la mujercita se había escapado de su vestido. El enano clavó sus ojos en el pezón. Era una verruga negra y dura como un trozo de carne picada olvidada en una mesa. "¡Permiso, permiso, que bajo!”. La marea lo 11levó un poco más cerca de los novios, los manzoni porteños. Habían comenzado a fusionarse. Delante de todas esas personas, de las familias y de los niños. Las carnes adquirieron ese color morado tan propio de hiperboria y
palpitaban como los pulmones de un megaterio. Poquito después,
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empezó a esparcirse el hedor a caldo de olla comunitaria y a almizcle de tapado de vieja. Los tortolos despedían un vapor espeso, que empañó los vidrios del tranvía. "¡Las ventanas, por favor!". Esta vez las abrieron, tras el silbato del guarda. La carne de los enamorados comenzó a disgregarse y a fundirse como la cera de una vela sacrosanta, hasta deshacerse y colarse a través de las hendijas de los asientos de madera. El vagón olía a sexo. Cuando el espacio que habían ocupado los prometidos quedó libre, Orlando le ofreció el lugar a una dama, que declinó la cortesía sin disimular el asco que le produjo la visión del petiso. La silla había quedado húmeda e impregnada de esa peste amorosa. Hiladas de mermelada pringosa pendían, como si fuese un esperma monstruoso, de los tablones. Se alzó de hombros y se sentó. Todavía faltaban unas diez paradas hasta
el Politeama.
S JS
DIBUJOS NARRADOS
DIBUJOS DE ORESTES ACHURA NARRADOS POR DIEGO ARANDOJO
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Asaltos a mano armada en los tiempos de Juan B. Justo
Se había puesto de moda ser detective. No había joven que no deseara la noche, el suburbio, el crimen a desentrañar. Pero mi mamá me quiso médico. Así que cambié el revólver por el es- calpelo.
Yo estaba erotizado por la presencia de mis dos tías húngaras, Klára y Fruzsina. Habían huído de Europa con un botín, el cual les permitía, entre otras cosas, sostener financieramente nues- tro hogar. Lo confieso: las espiaba cuando se duchaban juntas, pues todo lo hacían sin separarse la una de la otra. Su piel blan- quísima, ese cabello de rulos, de un rojo furioso, y las tetitas...
El deseo, cuando es muy poderoso, es difícil que se vaya. Cuestión que aquella tarde salí de la universidad con intención de tomar el tranvía. Era casi de noche, con un cielo de escuetas nubes.
Ya llegando a la parada, de una sombra, salió un truhán. Recuerdo el brillo de su pistola y su voz como de cañería fracturada.
Le iba a entregar las pocas monedas que puede llevar un estu- diante consigo, como era mi caso, pero el deseo me arrebató la lógica. Un calor me encegueció, me dominó como un títere de feria. En un ademán velocísimo le quité el arma al ladrón
y le rajé un tiro en el pie derecho. Tiré el arma a un lado, cerca de unos yuyos, justo cuando llegaba el tranvía. Me subí y no miré para atrás.
Aunque yo estaba excitadísimo, apenas comí algo y me metí en la cama. Mamá debió sospechar pero no me importó.
Me quedé, desnudo, bajo las sábanas. Repasé una y otra vez lo sucedido, hasta quedar dormido.
M4/40
Raúl Revuelto Gramajo y Su Señora Carroña Ortiz
Mi estimadísima Señora Carroña Ortiz:
Señora, señora, señora... ¡Perdón que repita tanto! Es que aprendí a escribir recién el año pasado y recién a mis setenta años. Por eso esta letra desprolija... y esta cosa de repetir palabras.
Señora querida mía. Me da vergúenza decirlo, por eso lo es- cribo. Antes que nada necesito que comprenda: tengo una hija viviendo en el extranjero, que me desconoce. No respon- de mis cartas. Se ha vuelto una mala persona. Usted no sabe cómo me destrozó el corazón cuando se marchó, así de un día para otro. Sin una explicación.
Sé que su señor esposo, don Raúl, tiene “mecanismos”. Yo ne- cesitaría uno solo de ellos, para poder contactar a mi hija. Debo comunicarle algo urgente, relacionado con su difunta madre. Usted bien sabe que los armarios, cuando los aban- donan, ventilan sus muertos... y el nuestro es un coloso.
Hable con su señor esposo, por favor. Dígale que estoy dis- puesto a entregarle todo lo que tengo, dinero y joyas, con
tal de que el mecanismo me permita comunicarme con mi niña.
Gracias. Gracias. Gracias.
Suyo ahora y siempre,
Alessandro DIAran:
La Hipofagia durante el gobierno de Jose Maria Guido
El memorando venía de casa de gobierno. No se podía refutar, ni adulterar, ni mucho menos incumplir.
Aclaro que los caballos jamás me gustaron. Desde niño, a raíz de un accidente en la ruta, empecé a odiarlos.
Me parecían como vacas flacas, retorcidas, que iban montadas por imbéciles.
Ni siquiera, ya de adulto, durante mi estadía como adminis- trativo en el Ministerio degusté minuta alguna “a caballo”, como pregonaba el gallego de la cantina, con su famosa mi- lanesa. Tampoco toleraba equinos en libros o en el cine; cada vez que leía una historieta en el periódico y surgía un rocín ... pasaba de página.
Se sabe que el destino tiene la hoz más afilada que la muerte. Entonces me vi envuelto en la trama militar que derrocó al mandatario pacífico y colocó en su lugar al violento.
Todos los empleados del Ministerio fuimos llevados al campo, a trabajar de manera clandestina. Se nos cambió el nombre
y se nos asignó una nueva tarea.
¿Y qué pasó con los caballos, se preguntará usted? Cuestión que el Estado manejó muy mal la economía del país. Se cor- tó el crédito internacional. Los terratenientes y empresarion se fueron hacia otros horizontes. El hambre creció y creció...
“A partir del día de la fecha se establece que la hipofagia queda permitida en todo el territorio nacional”, exponía
el memorando. Es decir: comer carne de caballo era legal.
Mi apocalipsis en cuatro patas había llegado.
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El Pájaro de Benin y la Demoiselle D'Avignon
Picasso yacía muerto. Un disparo en la nuca. Las manos cortadas. Y aquel fragmento de papel, con el siguiente poema:
En una isla hay un pájaro que no tiene alas ni pico
En una isla las muchachas posan y el artista las pinta
En una isla
el fuego alza su falo y rocía con muerte a la vida
Al pie del poema había dibujado un pequeño gato negro.
La musica triste en los velorios de Villa Devoto
Marchutti, como todo inmigrante italiano, vino con un sueño. Chiquito, pero sueño al fin. Quería ser su propio jefe.
Trabajó duro en la fábrica de acero, allá en Lanús. Ahorró peso por peso hasta tener una suma de dinero que le permitió comprar un terrenito, pegado al Riachuelo. Allí empezó todo.
Dos décadas después dirigía una de las empresas más impor- tantes del conurbano. Aunque magnate, no había perdido las cualidades del obrero, humilde y tenaz. Se podría decir que cumplió su sueño. Sí, pero le faltaba algo... el amor.
A varios kilómetros de allí, dentro de la Ciudad de Buenos Aires, se encontraba el barrio de Villa Devoto. Por fuera de albergar
a la temible penitenciaría, se trataba de un área tranquila, de casistas bajas y gente trabajadora.
Allí vivía Carola, la vendedora de manteca. Veintidós abriles. Sola. Sus padres habían muerto y le dejaron la casa y el depósito del fondo, donde la joven preparaba su producto lácteo.
Carola y Marchutti se conocieron en el velorio de don Wilfredo, un vecino muy querido y popular, debido a que había sido cantor de tangos en sus años mozos. Mientras la orquesta barrial le de- dicaba algunas melodías, la vendedora de manteca se cruzó con el empresario italiano. Fue amor a primera vista.
Juntos se dedicaron a ir a velorios y a besarse en rincones distan- tes de las miradas ajenas; pasillos oscuros, baños diminutos o patios con pasto descuidado eran ideales. Estar cerca de los ataúdes les producía una electricidad brutal.
Besos con sabor a defunción.
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GÉISERES Por Marcelo Gobbo
—De todas tus muestras es, de lejos, la que más me gusta.
Esteban lleva más de veinte minutos hablándome de la escultura que le pidieron para exponer en la capital y de la ristra de elogios que recibió de quienes la conocen por fotos. Tal vez por eso el giro de la conversación me huele a podrido. Por eso y por el olor a zorrino que sale del cadáver en la banquina.
—Hay algunas pinturas que vos ya habías visto —1le recuerdo—, en la época en que tenías la galería —"y no quisiste exponerlas aunque me dijiste que eran lo mejor que había pintado en mi vida", debería recordarle.
—Están buenísimas —dice, como si no me hubiera escuchado, mientras acelera en la ruta desierta. De perfil parece un tiburón dibujado por un niño, aunque menos interesante.
Vino a buscarme a casa para llevarme a la sala de exposiciones de su ciudad. Acá no hay ese tipo de salas. Ni siquiera hay exposiciones. Y no debe haber muchos lienzos o esculturas que digamos, para qué mentir, en las doscientas y pico de casas que hay en el pueblo de mierda donde nací y donde voy a morirme de viejo a los cincuenta, es
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decir, en veinte meses. Lástima que Adela no haya venido a Tecogerme.
—Y de la serie de obras de menor tamaño, te había mandado una foto por mail para la muestra colectiva del año pasado, ¿te acordás?
—Es genial. Sencilla pero potente.
Su Voz suena más artificial que la de la hora en la FM del pueblo. Los postes se suceden al costado de la ruta, viejos y desprolijos como mi reflejo en la ventanilla. ¿Cuándo encanecí del todo? Al menos no estoy pelado como él. ¿Tengo que decirle algo? Tal vez debería agradecerle.
—Gracias —le digo— por pasar a buscarme.
—No me agradezcas a mí sino a la comisión de los amigos de la sala, que fueron los que me pagaron la nafta para llevarte.
Se me ocurren dos o tres chistes sobre ser amigo de una sala pero mejor me los callo. Al pasar la curva, nos sorprende un rebaño de cabras atravesado en nuestro carril y Esteban, adoptando una práctica infrecuente, acelera para esquivarlos. Parece apurado. Intento sonar calmo.
—Vamos bien de tiempo, ¿no?
—SÍ, estamos bárbaro. Pero no quiero llegar tarde. ¿Pudiste ver cómo quedó armada la muestra?
Miro al volcán, a la derecha. Imperturbable, espléndido, lejano. Hay
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días en los que me gustaría que entrara en erupción y la tierra nos tragara a todos. A Esteban antes que a mí, es cierto, pero solo por unos minutos de diferencia. O no, tal vez no. Mejor que entre en pánico y tenga que mantenerse en ese estado durante unos minutos antes del alivio definitivo.
—Y sÍ, si la armé yo junto con las otras dos artistas y la gente de la sala. Estuvimos hoy hasta el mediodía para terminarla. Si fue cuando volví de allá que se me rompió la renoleta.
—¿Fue en la ruta?
—No, por suerte —le contesto, mirando al ómnibus que se cruza con nosotros por el carril contrario—, o no estaría acá.
Lanza una carcajada. No le veo la gracia. Podría haberme matado.
—No te rías —protesto—. Podría haberme matado.
—Pero no te moriste, ¿ves?, y en cambio vas a tu primera muestra en... ¿cuánto tiempo?
—Cuatro años.
—Cuatro años.
Nueve desde mi última muestra individual.
—Me mata como quedó lo tuyo. Porque esta vez pintaste motivos directos, ¿viste?, no están intelectualizados, te tocan los ojos pero
te pegan en el pecho —gesticula con el puño.
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Llegamos al cartel que indica que faltan otros veinte kilómetros para llegar a la ciudad. No sé si preguntarle por Adela. Súbitamente, me siento incómodo.
—¿Te parece? —le pregunto.
—SÍ, se nota que te reconciliaste con lo figurativo.
Pienso en la serie de miniaturas, que tienen tanto de figurativo como la mancha violácea que surca el cielo sobre las montañas, y frunzo el ceño. Pienso en la obra que le había mostrado muchos años antes para la galería, ese mismo local que había abierto cuando Adela le pidió el divorcio y que él decidió cerrar tras reconciliarse: lo más cercano que había a algo figurativo en esos lienzos era que podían confundirse con géiseres. 0 con un dibujo que Adela, harta, hermosa, desafiante, se había hecho tatuar sobre el pubis, justo bajo la cicatriz de la cesárea, meses después de que Esteban dejara de tocarla o mirarla. No, nunca vio la muestra, al menos no entera, ni siquiera vio una tercia parte de todo. Mejor no digo nada.
El silencio se hace espeso a fuerza de incomodidad más que por monotonía. Clavo la mirada a un costado, donde la ilusión óptica admite anclar un telón de fondo tridimensional detrás de esa cinta transportadora que es la banquina. Ahuyento la imagen de ella, desnuda y tenue, que surca el aire. Procuro fijar las siluetas de las
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cumbres en ese lienzo imaginario, pero la noche se inclina indolente sobre el paisaje y rompe el hechizo.
De pronto, la camioneta empieza a sacudirse violentamente. Me golpeo la nariz contra la ventanilla. Un humo negro, espeso, brota de abajo del capó. El vehículo lanza unos vehementes estertores antes de detenerse al costado de la ruta, a metros de la entrada al aeroclub clausurado hace una década. Observo alarmado que Esteban, con aterrador aplomo, pone el freno de mano y, sin mirarme, dice:
—Qué cagada. En esta zona no hay señal. Vamos a tener que esperar a que alguien se apiole que no estás en la inauguración y vengan a buscarnos, ¿no? A menos que piensen que nos matamos.
Lanza una carcajada torva y apoya las manos sobre el volante. No baja a ver qué le pasó al motor. Las sombras del crepúsculo que ahora avanza vertiginosamente le impregnan la cara.
Lo miro, incrédulo. Un hilo de sangre cae de mi nariz y sobre la
camisa blanca dibuja una mancha que se parece bastante a una daga.
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